A finales del siglo XIX, los impresionistas habían abierto un nuevo camino en la pintura de paisaje, y especialmente del paisaje urbano. Las vanguardias artísticas de principios del siglo XX continuaron explorando todo tipo de posibilidades expresivas mediante diversos lenguajes plásticos. Los fauvistas, por ejemplo, jugaron con las formas y combinaron manchas de colores puros con la intención de crear relaciones pictóricas complementarias en la superficie del cuadro. Las cuestiones espaciales y las referencias a la realidad les preocuparon cada vez menos, enfatizando en cambio el valor de las sensaciones y la fuerza emocional del arte. Así lo explicaba uno de los principales representantes de este movimiento, el francés Henri Matisse, en sus Notas de un pintor (1908):
«Si sobre una tela blanca extiendo diversas ‘sensaciones’ de azul, verde, rojo, a medida que añada más pinceladas, cada una de las primeras irá perdiendo su importancia. He de pintar por ejemplo un interior: tengo ante mí un armario que me produce una sensación de rojo vivísimo y utilizo entonces un tono rojo que me satisface. Entre este rojo y el blanco de la tela se establece una relación. Si luego pongo al lado un verde o bien pinto el suelo de amarillo, seguirán existiendo entre el verde o el amarillo y el blanco de la tela relaciones que me satisfagan. Pero estos tonos diferentes pierden fuerza en contacto con los otros, se apagan mutuamente. Es necesario, pues, que las diversas tonalidades que emplee estén equilibradas de tal manera que no puedan anularse recíprocamente.»
Este nuevo tipo de pintura, que apelaba directamente a los sentidos, causó, y sigue causando hoy, un gran impacto en los espectadores. Por esa misma razón el Fauvismo se extendió rápidamente desde Francia a otros países de Europa y encontró una aceptación especialmente positiva en Alemania, donde se mezcló con otras vanguardias, como el Expresionismo. Un caso claro de adopción de las ideas fauves en la búsqueda de un estilo propio, que le llevaría en última instancia hacia la Abstracción, lo experimentó Wassily Kandinsky. Entre 1906 y 1907, este artista ruso residió en Sèvres, cerca de París. Durante ese tiempo expuso en el Salón de Otoño y en el Salón de los Artistas Independientes, lo que le permitió conocer de primera mano las obras de los fauvistas. En 1908 regresó a Baviera junto con su discípula y compañera sentimental, la pintora Gabriele Münter. Entonces se dedicó a pintar paisajes del pueblo alpino de Murnau y de la ciudad de Munich, a la que acudía con frecuencia. En estos paisajes Kandinsky ensayó nuevas formas de expresión plástica, aplicando una técnica que aplanaba las figuras, reduciéndolas a manchas de colores vivos que contrastaban fuertemente entre sí.
Esto es lo que podemos ver, por ejemplo, en la primera imagen, titulada Casas en Munich. Se trata de un pequeño óleo sobre cartón de 33 х 41 cm, realizado en 1908, que se conserva en el Museo Von der Heydt, en Wuppertal. Representa una serie de edificios de colores intensos (rojos, amarillos, verdes) que se apelotonan con cierto desorden, conformando una sucesión de borrones de color. Aunque existen varias referencias espaciales, como la calle y el parque del primer plano, el cielo de la parte superior, y la diferencia de proporciones entre las casas, la composición no sigue completamente las leyes de la perspectiva. El resultado, sin embargo, es armonioso porque los colores se complementan adecuadamente, no sólo entre unas figuras y otras sino también en los matices introducidos dentro de cada elemento: el césped verde presenta brochazos amarillentos, el edificio amarillo del centro tiene sombras verdes, el cielo anaranjado se anima con brillos azules, etc.
La segunda obra también es del año 1908 y también es un óleo sobre cartón, aunque de tamaño algo mayor. Se titula Munich-Schwabing con la iglesia de Santa Ursula y se conserva en la Städtische Galerie im Lenbachhaus, en la propia ciudad bávara. Lo que nos deja ver aquí la exagerada profusión de color es un grupo de personas en un parque, o un prado, en primer término, y en el horizonte la silueta urbana de Munich, sobre la que destaca a la derecha la iglesia neorrenacentista de Santa Ursula. Aquí Kandinsky ha aplicado un tipo de pincelada más pastosa, formando espesas series de manchas que en el primer plano siguen colores mayoritariamente cálidos (rojos, amarillos, verdes claros), mientras que en el fondo se vuelven un poco más fríos (azules, negros, verdes oscuros), dando profundidad a la composición. A este respecto es interesante notar cómo las personas se encuentran en el primer plano, sentadas apaciblemente sobre la hierba, mientras que el fondo está ocupado por la mole compacta, artificial y un poco amenazante de la ciudad. Aún así, la mezcla de pigmentos es constante, y en cada zona aparecen explosiones de colores contrarios; hay por ejemplo un retazo de azul y blanco en la mitad del prado, y una gran mancha amarilla en medio de ese potente cielo azul Prusia, además de otros muchos puntos multicolores. Todo ello confiere al cuadro una policromía inquieta, vibrante y estridente, que se regodea en los contrastes extremos y diluye la capacidad de interpretación de lo figurativo, avanzando hacia la abstracción.