La corona del rey hispano-visigodo Recesvinto forma parte del fabuloso Tesoro de Guarrazar, descubierto en la provincia de Toledo entre las ruinas del monasterio de Santa María de Sorbaces. El tesoro estaba oculto en un escondrijo de una cámara lateral de la iglesia, junto al sepulcro de un presbítero llamado Crispinus, pero tanto su iconografía regia como la extraordinaria calidad de sus piezas hacen pensar que no están relacionadas con aquel personaje. Por el contrario, parece más lógico pensar que se trate de un conjunto de joyas de la monarquía hispano-visigoda, con un elevado contenido simbólico. El conjunto estaba formado por ocho coronas votivas y cinco cruces pertenecientes a diferentes reyes del siglo VII, así que su emplazamiento original debió ser otro, probablemente alguna iglesia de Toledo capital. Algunos historiadores han apuntado la hipótesis de que el tesoro fue escondido en este lugar apartado para que no cayera en manos de los saqueadores, cuando se produjo la invasión musulmana del año 711.
Aquella invasión provocaría finalmente el colapso de la monarquía hispano-visigoda, y el exilio de muchos de sus nobles y clérigos hacia la Cornisa Cantábrica, donde lograrían detener el avance de los musulmanes y constituir el último reducto de la resistencia cristiana, el reino de Asturias. Por esta razón, el Tesoro de Guarrazar permaneció en el olvido durante siglos, hasta que una tormenta de verano provocó un corrimiento de tierras y lo sacó a la luz en 1858. A partir de entonces experimentó un sinnúmero de peripecias. Una parte fue vendida a un platero de Toledo, que fundió la mitad de las piezas. Otras coronas, entre las que destacaba la del rey Recesvinto fueron adquiridas por un militar francés de nombre Adolphe Héroruart, que las llevó a París. Allí fueron vendidas por 100.000 francos al Museo de Cluny, donde, al ser restauradas, sufrieron algunas modificaciones, sobre todo la corona de Recesvinto. El expolio de un elemento tan significativo de nuestro patrimonio artístico provocó un escándalo mayúsculo en la opinión pública de la época, pero fue relativamente fácil por la inconcreción de las leyes existentes entonces en materia de protección de los bienes culturales. Lo cierto es que en 1860 otra vez Héroruart consiguió sacar subrepticiamente una novena corona procedente de Guarrazar, con el fin de venderla al gobierno francés.
Aquella invasión provocaría finalmente el colapso de la monarquía hispano-visigoda, y el exilio de muchos de sus nobles y clérigos hacia la Cornisa Cantábrica, donde lograrían detener el avance de los musulmanes y constituir el último reducto de la resistencia cristiana, el reino de Asturias. Por esta razón, el Tesoro de Guarrazar permaneció en el olvido durante siglos, hasta que una tormenta de verano provocó un corrimiento de tierras y lo sacó a la luz en 1858. A partir de entonces experimentó un sinnúmero de peripecias. Una parte fue vendida a un platero de Toledo, que fundió la mitad de las piezas. Otras coronas, entre las que destacaba la del rey Recesvinto fueron adquiridas por un militar francés de nombre Adolphe Héroruart, que las llevó a París. Allí fueron vendidas por 100.000 francos al Museo de Cluny, donde, al ser restauradas, sufrieron algunas modificaciones, sobre todo la corona de Recesvinto. El expolio de un elemento tan significativo de nuestro patrimonio artístico provocó un escándalo mayúsculo en la opinión pública de la época, pero fue relativamente fácil por la inconcreción de las leyes existentes entonces en materia de protección de los bienes culturales. Lo cierto es que en 1860 otra vez Héroruart consiguió sacar subrepticiamente una novena corona procedente de Guarrazar, con el fin de venderla al gobierno francés.
Posteriores descubrimientos, practicados por un tal Domingo de la Cruz, sacaron a la luz otro grupo de cruces y coronas, entre las que sobresalía la del rey Suintila. En esta ocasión fueron regaladas a la reina Isabel II, que ordenó realizar nuevas pesquisas para recuperar lo que pudiera quedar del Tesoro de Guarrazar. Todo ello fue custodiado desde el año 1861 en la Armería del Palacio Real de Madrid. Desgraciadamente, el 4 de abril de 1921, fue robada de allí la corona de Suintila, de la que nunca más se supo. En 1941, en virtud de un tratado de recíproca entrega de obras de arte suscrito entre los gobiernos de España y Francia, regresaron a Madrid seis de las nueve coronas de Guarrazar que aún se hallaban en el Museo de Cluny, acompañadas de otras obras artísticas excepcionales, como la Dama de Elche o la Inmaculada de Soult de Murillo. Nosotros, a cambio, entregamos un cuadro de El Greco, otro de Velázquez, un cartón para tapiz de Goya y una serie de dibujos franceses del siglo XVI. Las coronas devueltas fueron depositadas en el Museo Arqueológico Nacional en 1943, donde hoy subsisten, afortunadamente, junto con el resto del Tesoro de Guarrazar que se había guardado en la Armería del Palacio Real. Como anécdota curiosa, añadir que una letra "R" de la corona de Recesvinto, todavía continúa en París, olvidada sin una razón lógica desde que tuvo lugar el citado intercambio.
Estas coronas hispano-visigodas del Tesoro de Guarrazar, al igual que las procedentes del Tesoro de Torredonjimeno, no tenían una función práctica, es decir, no se colocaban sobre la cabeza de los reyes. Su destino era ser colgadas encima de los altares de las iglesias, a modo de exvotos, siguiendo una costumbre característica de algunos emperadores bizantinos, como Justiniano, Mauricio e Irene, que colgaron sus coronas en Santa Sofía de Constantinopla. Los reyes hispano-visigodos imitaron esta costumbre; por ejemplo, sabemos que Recaredo colocó una corona votiva de este tipo en la iglesia de San Félix de Gerona. Ofrecer una corona real en una iglesia es un acto de extraordinaria carga simbólica. Supone una alianza ostensible entre el poder temporal y el poder celestial, y sirve para justificar el orden social establecido. En la monarquía hispano-visigoda esto fue un asunto de la máxima importancia porque buscaba hacer posible el anhelo de unidad territorial, política y religiosa pretendido por sus reyes desde el III Concilio de Toledo, celebrado en el año 589. En aquel concilio, el rey Recaredo abjuró formalmente del arrianismo para convertir al catolicismo en la religión oficial del Estado. Más allá de sus consecuencias religiosas, la medida sirvió para favorecer la aceptación social de los propios visigodos por parte del grueso de la población católica hispanorromana, sometida bajo la autoridad de los primeros pero mucho más culta y numerosa. Por otra parte, el apoyo de una iglesia cuantitativamente poderosa era necesario para una monarquía bastante inestable, desde el punto de vista político. Los visigodos no habían asumido aún un sistema de sucesión dinástico, sino que preferían elegir a sus reyes, lo que ocasionaba constantes luchas por el poder entre las facciones nobiliarias, justificaba el regicidio como forma de acceder al trono y permitía el intrusismo de naciones extranjeras que apoyaban a candidatos distintos. La alianza entre la corona y el altar se presentó así como la mejor alternativa posible para dar la necesaria estabilidad institucional a la endeble monarquía hispano-visigoda, y eso es precisamente lo que muestra esta corona votiva.
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