Este espléndido relieve policromado representa el martirio del arzobispo de Canterbury, Thomas Becket, sucedido en el año 1170. Se trata de uno de los temas iconográficos más reproducidos en el arte gótico inglés. El ejemplo que exponemos aquí está esculpido en una clave de bóveda de la nave central de la catedral de Exeter, en la Península Cornualles. La clave de una bóveda es la piedra colocada en el extremo superior de la misma; sirve de cierre y de elemento sustentante de toda la estructura, porque en ella apoyan todas las fuerzas de los arcos. En el estilo gótico se hizo frecuente la decoración de estas piezas con elementos vegetales, flamas, motivos heráldicos o figuras en relieve. Podían ser mascarones de madera aplicados o estar esculpidas directamente sobre la piedra y la mayoría de las veces estaban brillantemente policromadas, aunque en esta ocasión los colores que se aprecian son el resultado de una restauración del siglo XX. Para policromarlo normalmente se daba una capa de yeso sobre la superficie y después se pintaba con temple o témpera. La escena del martirio representada aquí sigue los patrones estilísticos de la escultura gótica del siglo XIV y muestra una extraordinaria pericia a la hora de incluir en el reducido formato circular hasta seis personajes: Becket en el centro arrodillado, los cuatro caballeros que perpetraron su asesinato y un canónigo testigo del suceso. También aparecen algunos elementos escenográficos, que sirven de contextualización a la escena: la mitra de arzobispo tendida al lado de Becket, un altar y una cruz que hacen referencia a un espacio sagrado identificado como la catedral de Canterbury, por lo que sabemos de la historia.
Thomas Becket (1118-1170) fue uno de los personajes más interesantes de la historia medieval inglesa. Hijo de un acaudalado comerciante londinense, recibió una cuidada educación tanto caballeresca como religiosa, y logró convertirse en uno de los secretarios del arzobispo de Canterbury, Teobaldo de Bec. Eso le permitió viajar a Roma en repetidas ocasiones y estudiar derecho en la prestigiosa universidad de Bolonia. Su presencia habitual en la corte hizo que trabase amistad con el rey de Inglaterra Enrique II, quien le nombró su canciller en 1154. A la muerte de Teobaldo, en 1161, Enrique designó a Thomas arzobispo de Canterbury, creyendo que de esa forma podría controlar desde la monarquía el poder de la Iglesia. Nada más lejos de la realidad. Thomas experimentó una conversión radical, dimitió de su cargo de canciller y dedicó toda su atención a los asuntos religiosos. La brecha definitiva entre el rey y el arzobispo se produjo en 1164, cuando ambos discutieron acerca de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Ese año Enrique hizo público un documento de 16 artículos, conocido como las Constituciones de Clarendon, en los cuales pretendía que la Iglesia de Inglaterra aceptase, al igual que el resto de las instituciones del Estado, determinadas leyes de carácter consuetudinario.
A efectos prácticos, las Constituciones de Clarendon trataban de limitar la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos, con la intención de minimizar sus privilegios e imponer la autoridad de la Corona sobre la Iglesia. Argumentaban, por ejemplo, que los sacerdotes acusados de crímenes debían ser juzgados por tribunales civiles, bajo la supervisión real, y no por tribunales eclesiásticos que escaparan a su control. Pero Thomas Becket consideró esto como una intrusión del monarca en los asuntos eclesiásticos, y sostuvo que este tipo de casos debían juzgarse según el derecho canónico. Además, defendió la independencia del poder de la Iglesia frente al rey, la libertad de elección de sus prelados y la inviolabilidad de sus propiedades. Así pues, Becket se negó a ratificar las Constituciones de Clarendon, y Enrique, profundamente irritado, le declaró en rebeldía y le acusó de cometer diversas faltas. El arzobispo huyó de la corte y escapó de forma clandestina a Francia.
Durante los años siguientes, el monarca y el arzobispo se enzarzaron en una agria polémica, que alcanzó gran difusión y enturbió las relaciones entre Inglaterra y el Papado. Hay que tener en cuenta que Enrique II de Inglaterra era uno de los monarcas más poderosos de Europa en aquel momento; sus dominios feudales se extendían por el conjunto de las Islas Británicas y las regiones francesas de Normandía, Bretaña, Anjou, Aquitania y Gascuña, constituyendo lo que se denominó el Imperio Angevino. Por consiguiente, lo que realmente estaba en juego era el complejo equilibrio de poder entre las grandes monarquías y el Papado.
Finalmente, se llegó a un intento de conciliación y Becket regresó a Gran Bretaña, seis años después. Sin embargo, la tensión entre las partes imposibilitaba una salida satisfactoria. Hastiado de la polémica, Enrique hizo el siguiente comentario en un ataque de ira: «¿no habrá nadie capaz de librarme de este cura turbulento?», lo cual fue interpretado como una orden de asesinato. El 29 de diciembre de 1170, cuatro caballeros al servicio del rey mataron con sus espadas al arzobispo, mientras estaba rezando en la catedral de Canterbury. La indignación que produjo su muerte obligó al rey a retirar las demandas de Clarendon. Además, se le exigió hacer penitencia pública ante la tumba de Becket, con el fin de expiar su implicación en el crimen: el 12 de julio de 1174 tuvo que peregrinar a la catedral, donde se desnudó y fue delicadamente azotado por varios obispos y hombres de iglesia. El hecho de que se produjeran varios milagros en torno a las reliquias de Becket, y la popularidad que adquirió su figura como mártir de la religión, hicieron que en menos de tres años Thomas Becket fuera santificado por el Papa Alejandro III. La veneración del cadáver del arzobispo y su canonización hicieron que Canterbury se convirtiera en uno de los centros de peregrinación más importantes de Europa durante la Edad Media.
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