Manuel José de Laredo y Ordoño (1842-1896) fue uno de los personajes más significativos del último tercio del siglo XIX en la ciudad de Alcalá de Henares. Bien conocido por su faceta política, puesto que llegó a ser alcalde de dicha localidad, destacó igualmente como pintor, arquitecto, restaurador y escenógrafo. Entre sus obras más señaladas se encuentran varias pinturas y grabados que se conservan en la ciudad complutense, donde además intervino como restaurador en el Palacio Arzobispal, participó en el diseño del monumento a Miguel de Cervantes, en la Plaza Mayor, y nos dejó su creación más sofisticada, el llamado Palacio Laredo, en el Paseo de la Estación.
La obra que presentamos aquí es un retrato de la reina Isabel II, realizada por el artista cuando tenía apenas veinte años. Este retrato fue presentado sin éxito ala Exposición Nacional de Bellas Artes de 1864. Es copia de otro idéntico, incluido en la primera página de un libro, que el propio Manuel Laredo regaló a la reina, y que hoy se conserva en la Biblioteca del Palacio Real de Madrid. El libro era un suntuoso manuscrito iluminado, titulado Cien páginas sobre la idea de un Príncipe Político-Cristiano. Se trataba en realidad de una reelaboración en verso de un texto original de Diego Saavedra Fajardo, publicado en 1640 con el nombre de Empresas Políticas. Este texto describía las principales virtudes y cualidades que debían identificar al perfecto modelo de príncipe. El autor de la reelaboración en verso fue el padre de Manuel Laredo, el abogado José María de Laredo y Polo. Su pretensión al escribirla fue ganarse el favor de la reina, ofreciéndole una lujosa obra que sirviera de guía espiritual al príncipe heredero, el futuro Alfonso XII. Manuel Laredo se encargó de caligrafiar y decorar con cenefas cada página, dibujando en los encabezamientos escenas alusivas al tema de cada poesía.
La obra que presentamos aquí es un retrato de la reina Isabel II, realizada por el artista cuando tenía apenas veinte años. Este retrato fue presentado sin éxito a
El retrato presenta a Isabel II en tres cuartos, de pie, encerrada en un óvalo decorado de cenefas, que queda enmarcado a su vez por una orla rectangular. La reina aparece coronada delante de un gran cortinaje con el escudete de la Casa de Borbón, dispuesto encima de una barandilla detrás de la cual asoma un paisaje ajardinado. La escenografía, sencilla pero de gran empaque, se completa con una poderosa columna jónica y un complicado pavimento en perspectiva, efecto que se añade al del vestido de la reina, ornado de castillos y leones. En las esquinas aparecen cuatro alegorías sentadas que pueden interpretarse de la siguiente manera, atendiendo a sus atributos. En el sentido de las agujas del reloj: primero la Victoria, coronada de laurel, en acto de extender una diadema hacia la reina, mientras sujeta con la izquierda una palma; después la Fortaleza, que armada con coraza y yelmo, presenta una lanza y un escudo; a continuación la Paz, coronada de laurel, con un ramo de olivo en una mano y un cuerno de la abundancia en la otra, de donde salen multitud de frutos exóticos; y finalmente la Inmortalidad, con una hoz y un racimo.
La composición recuerda a las de otros retratos reales pintados por artistas mucho más reconocidos en aquella época, como Casado del Alisal y Federico de Madrazo. Pero la referencia más concreta es el cuadro realizado por Benito Soriano Murillo en ese mismo año de 1864, por encargo del Banco de España. El dibujo de Laredo modifica el escenario, es algo más hierático en la representación del rostro de la reina, y pone en su mano un pañuelo en lugar de un bastón de mando, aunque la pose, los detalles del vestido y la pompa real son iguales.
Son de peor calidad los rasgos y las anatomías de las cuatro virtudes de las esquinas, y en ese sentido, se nota que es una obra de juventud, ejecutada con pericia técnica pero también con un cierto acartonamiento. Lo más interesante, sin duda, es comprobar la erudición histórico-artística demostrada por Manuel Laredo, que le permitió integrar diversas fuentes de inspiración en su obra. Su capacidad imitativa se explayó aún más en otras páginas del libro, en las que incluyó un variado repertorio de elementos de todas las épocas y estilos. En definitiva, un batiburrillo de lo más ecléctico, aunque efectivo, que tendría su continuidad en la arquitectura y en la ornamentación del Palacio Laredo de Alcalá de Henares, su obra más importante.
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