Honoré de Balzac (1799-1850) fue uno de los más
grandes escritores franceses del siglo XIX. Posicionado dentro del Realismo, elaboró
una ingente serie de novelas agrupadas en lo que denominó la Comedia Humana (por oposición a la Divina Comedia de Dante), con el objetivo
de describir y denunciar las injusticias de la sociedad de su época. Según una
famosa frase suya, sus obras pretendían «hacerle la competencia al registro
civil».
Trabajador incansable, escribía cerca de
quince horas diarias, preferentemente de noche, vestido con una bata de monje y
completamente aislado del mundo, lo que ha hecho cuestionarse la manera en que
podía obtener la gran cantidad de datos de todo tipo que incluyen sus novelas.
En la década de 1830 consiguió el éxito y fama anhelados, y viajó por varios
países de Europa (Suiza, Austria, Ucrania, Rusia), aunque su delicada salud se
resintió notablemente. Poco después publicó su obra más importante, Las ilusiones perdidas (1843), que narra
las desventuras de Lucien de Rubempré, un joven poeta que trata de salir
adelante en un París lleno de traiciones y dificultades.
Balzac murió en París y fue enterrado en el
Cementerio de Père-Lachaise. A su funeral asistieron personalidades como Víctor
Hugo, Alejandro Dumas y el pintor Gustave Courbet. En la segunda mitad del XIX
fue reconocida su enorme influencia en la lengua y la cultura francesa, razón
por la cual se planteó la idea de construirle un monumento conmemorativo. El asunto
no cuajó hasta el año 1891, cuando la Societé des Gens de Lettres encargó al
escultor Auguste Rodin la realización de una gran estatua conmemorativa. El modelo
definitivo fue exhibido en un salón del Campo de Marte en 1898, pero fue rechazado
y devuelto al artista.
En la dilación del proceso creativo tuvo
mucho que ver la forma de trabajar de Rodin, un artista en continua búsqueda y
experimentación que realizó distintas versiones de la escultura. A través de
muchos bocetos en el taller, ensayando con fotografías, bustos, desnudos, etc.,
el artista evolucionó desde una postura realista, centrada en las facciones del
rostro y en el estudio de la anatomía, hacia un lenguaje mucho más moderno,
anticipo de las vanguardias del siglo XX. Para ello renunció a la imitación
servil de la naturaleza y se atrevió a simplificar los volúmenes geométricos
con una audacia extraordinaria, casi cubista. Al final, redujo los rasgos personales
de Balzac a la mínima expresión y ocultó el resto de su cuerpo dentro de una
bata maciza, de la que apenas sobresale un brazo y la punta de los pies. Tampoco
aparecen los atributos característicos de un escritor, como la pluma, el libro,
el escritorio, etc. La razón de todo ello es que no pretendía representar el
aspecto físico del escritor sino evocar la esencia de su personalidad.
Efectivamente, el monumento a Balzac fue una
de esas obras que se adelantaron a su tiempo y provocaron una verdadera revolución
en las formas artísticas. Es radicalmente innovadora no sólo por su lenguaje
plástico sino por las connotaciones que podía llegar adquirir una estatua «moderna»
(no academicista) emplazada en un espacio público como la calle. Según confesó el
propio Rodin:
«Nada de lo que hasta
entonces había hecho me había satisfecho tanto, porque nada me había costado
tanto trabajo, nada expresa mejor la quintaesencia de lo que yo considero la
ley secreta de mi arte.»
A pesar de ello, la estatua no fue bien
comprendida en su momento y recibió crueles críticas, que la etiquetaron como una
larva informe, un feto, un pingüino o un saco de carbón, entre otras lindezas. El
escándalo provocó que Rodin jamás llegase a ver su monumento vaciado en bronce.
Con el paso del tiempo, no obstante, la escultura de Balzac impresiona por su potencia
y por su modernidad, y de ella se han hecho numerosas copias en bronce que
pueden admirarse en Meudon, Amberes, Eindhoven, Oxford, Washington, Nueva York,
Caracas y Mebourne.
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