El paisaje urbano había sido para los
pintores clásicos un tema siempre secundario, con frecuencia reducido a marco
escenográfico o telón de fondo de temas considerados más importantes, como los
históricos, mitológicos o religiosos. Para los impresionistas, en cambio, la
ciudad, y más concretamente la ciudad de París, se convirtió en objeto de deseo
y tema de interés artístico por sí mismo. En palabras del poeta y crítico
Charles Baudelaire: «La vida parisiense es fecunda en temas poéticos y
maravillosos. Lo maravilloso nos envuelve y nos abreva como la atmósfera; pero
no lo vemos». Pues bien, los impresionistas sí vieron las maravillas de la
ciudad moderna y la plasmaron compulsivamente en sus cuadros, aunque lo hicieron con
una mirada y una estética bien diferente de la que ofrecía la pintura
tradicional.
Efectivamente, la visión de la ciudad que tienen los
impresionistas es siempre positiva. Suelen mostrar las actividades sociales de
la burguesía capitalista, sus momentos de ocio, sus fiestas y bailes, como hace
Manet en La música en las Tullerías (Londres,
National Gallery, 1862) o Renoir en El
Moulin de la Galette (París, Museo de Orsay, 1873). Sus pinturas se
regodean en los bulevares y los edificios modernos, en los efectos de la luz
artificial, en los vehículos en movimiento, en la gente transitando por las
calles, en los detalles del mobiliario urbano, etc. Las transformaciones urbanas
impulsadas por el Barón Haussmann abrieron nuevas perspectivas y crearon nuevos
edificios y monumentos que transformaron radicalmente París y ofrecieron inusuales
puntos de vista para los artistas.
Las imágenes que vamos a comparar aquí recogen
esta nueva imagen de la ciudad. Son tres vistas del Boulevard de Montmartre,
realizadas por Camille Pissarro en 1897. La primera se conserva en el Museo del
Hermitage de San Petersbugo, la segunda en el Metropolitan de Nueva York y la tercera
en la National Gallery de Londres. La del Hermitage muestra la calle en un día de
otoño, con los árboles medio desnudos de hojas y la luz del sol filtrada por las
nubes, lo cual provoca sutiles diferencias lumínicas entre los edificios,
dependiendo de su orientación. Por el boulevard circulan numerosos carruajes en
ambos sentidos y en las aceras se entretienen los paseantes mirando los
escaparates de las tiendas y los cafés. Tanto los coches como los personajes
son simples manchas que se superponen una al lado de la otra para sugerir, más
que representar, las figuras, que sólo podemos reconstruir desde la distancia. La
conexión con la realidad es aún fácilmente identificable aunque la técnica
pictórica parece minimizarla, anticipando lo que luego harán las
vanguardias.
Ello se comprende mejor si comparamos esta pintura con la siguiente, que muestra el mismo espacio urbano en una de esas mañanas frías y grises del invierno. El cielo cae plomizo sobre la ciudad y la luz se apaga tornándose verde y ocre. Los brillos grisáceos del pavimento permiten intuir que ha llovido hace poco, mientras que la escasa presencia humana transmite una sensación desapacible. Pero sobre esta impresión general destacan algunos colores cálidos: los puntos naranjas de las hojas de los árboles, algunos detalles rojizos de las tiendas y los efectos rosáceos del cielo. Para Pissarro, al igual que para otros impresionistas, lo importante en ambos casos es el conjunto de sensaciones y efectos perceptivos que la luz provoca sobre los objetos. Por eso las sombras no son siempre negras o grises, como se pintaban en la pintura tradicional, sino que se construyen con otro cualquier color que resulte complementario.
Ello se comprende mejor si comparamos esta pintura con la siguiente, que muestra el mismo espacio urbano en una de esas mañanas frías y grises del invierno. El cielo cae plomizo sobre la ciudad y la luz se apaga tornándose verde y ocre. Los brillos grisáceos del pavimento permiten intuir que ha llovido hace poco, mientras que la escasa presencia humana transmite una sensación desapacible. Pero sobre esta impresión general destacan algunos colores cálidos: los puntos naranjas de las hojas de los árboles, algunos detalles rojizos de las tiendas y los efectos rosáceos del cielo. Para Pissarro, al igual que para otros impresionistas, lo importante en ambos casos es el conjunto de sensaciones y efectos perceptivos que la luz provoca sobre los objetos. Por eso las sombras no son siempre negras o grises, como se pintaban en la pintura tradicional, sino que se construyen con otro cualquier color que resulte complementario.
En el último cuadro vemos el Boulevard de Montmartre
por la noche. En este caso la luz es completamente diferente, porque es
enteramente artificial; procede de las farolas, de las luces de los coches y de
los escaparates, que se alinean marcando la perspectiva. Los focos luz se
reflejan sobre el suelo, sobre los edificios y sobre el cielo azul,
provocando un fantástico abanico de irisaciones blancas, amarillas, naranjas y
rojas superpuestas a los tonos oscuros predominantes. El resultado es espectacular
al mismo tiempo que fantástico, incluso un poco irreal, lo que se acrecienta
por el tipo de pincelada, nerviosa y desintegrada. Parece mentira que se trate
del mismo lugar.
Fueron estos cambios de percepción de la realidad lo que interesó a los impresionistas. Así, las series de imágenes de un mismo tema, en diferentes momentos del año o en diferentes horas del mismo día, se convirtieron en un medio de exploración de las leyes de la óptica. Al igual que hemos visto en estos tres casos de Pissarro, también Monet investigó sobre el modo en que cambiaba la percepción de las superficies bajo los diversos efectos de la luz, por ejemplo en la serie de vistas de la Estación de Saint-Lazare (1877) y en la de la Catedral de Rouen (1890). El comportamiento analítico de estos pintores les llevó a traspasar, en cierto modo, las fronteras del arte y adentrarse en el terreno de la ciencia.
Fueron estos cambios de percepción de la realidad lo que interesó a los impresionistas. Así, las series de imágenes de un mismo tema, en diferentes momentos del año o en diferentes horas del mismo día, se convirtieron en un medio de exploración de las leyes de la óptica. Al igual que hemos visto en estos tres casos de Pissarro, también Monet investigó sobre el modo en que cambiaba la percepción de las superficies bajo los diversos efectos de la luz, por ejemplo en la serie de vistas de la Estación de Saint-Lazare (1877) y en la de la Catedral de Rouen (1890). El comportamiento analítico de estos pintores les llevó a traspasar, en cierto modo, las fronteras del arte y adentrarse en el terreno de la ciencia.
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