Esta fotografía muestra un detalle de una
espectacular vidriera, que decora uno de los vanos laterales de la Catedral de York.
La región de Yorkshire es reconocida por la extraordinaria calidad artística de
sus cristaleras medievales, muy superiores a las de otras áreas de Gran Bretaña.
Los primeros vitrales de colores que se instalaron allí, provenientes de Alemania
y de Francia, datan de los siglos XII y XIII. Con posterioridad, esta práctica artística
fue perpetuada hasta la Época Victoriana, en la que experimentó un renovado
desarrollo. Las vidrieras de la Catedral de York constituyen uno de los mayores
orgullos del patrimonio nacional de Inglaterra, razón por la cual fueron cuidadosamente
desmontadas durante las dos guerras mundiales, y posteriormente vueltas a
ensamblar, con el fin de evitar su destrucción. En la actualidad, están
sometidas a un riguroso proceso de monitorización y restauración constantes, que
garantiza su conservación.
El ejemplo que reproducimos aquí es característico
de la Escuela Inglesa del siglo XIV. Los cristales son de forma y tamaño irregular,
aunque en el montaje se pretende cierta simetría, como puede apreciarse en la
manera en que están emplomados, siguiendo líneas mayoritariamente horizontales,
y en la concordancia de las piezas que forman los dibujos arquitectónicos alrededor
de las figuras. En cuanto a la policromía, viene dada por el color que traen
los cristales directamente desde el horno, pero también existen añadidos pintados
con posterioridad, que se explayan en elementos más decorativos y enriquecen notablemente
el acabado final. Así puede observarse en el fondo azul de la escena central,
en algunos puntos de la vestimenta de los dos personajes laterales y en el
festón amarillo de los remates. Por lo demás, se trata de una composición insistentemente
regular, que repite el motivo de un personaje en el interior de una hornacina
coronada por un gablete gótico, en cuyo centro se abre un tetralóbulo.
Los personajes están tocados por un nimbo o
aureola y representan a tres santos de la Iglesia Católica, a saber, San
Vicente, San Cristóbal y San Lorenzo. Es frecuente que el primero y el último se
pongan juntos en un mismo programa iconográfico, porque comparten dignidad como
diáconos y mártires que fueron en la época de las persecuciones romanas contra
los primeros cristianos. El tercero que faltaría para formar triunvirato, de
acuerdo con ese programa iconográfico, sería San Esteban pero, curiosamente, en
la vidriera ha sido sustituido sin demasiada lógica por San Cristóbal y el Niño
Jesús. En cualquier caso, es posible identificar cada figura por sus atributos
característicos.
El primero por la izquierda es San Vicente
Mártir, vestido con una dalmática de diácono sobrepuesta a un hábito clerical,
que apenas asoma por los pies. En realidad ésta es la única pista que tenemos
sobre su identidad, pues no viene acompañado de ningún otro elemento
iconográfico que lo singularice. En otras representaciones se le añaden
símbolos como la palma del martirio, una rueda de molino, un cuervo o una cruz en
forma de aspa, todos alusivos a su agonía y muerte. Vicente fue un joven patricio
nacido en Huesca, que entró al servicio del obispo de Zaragoza, San Valero. Como
el obispo era tartamudo, le nombró diácono y le confió la responsabilidad de la
predicación, razón por la cual fue torturado por el prefecto Daciano en
Valencia, en el año 303, en el contexto de las persecuciones ordenadas por los
emperadores Diocleciano y Maximiano.
La figura central corresponde, como decíamos, a
San Cristóbal. Sigue su iconografía habitual de hombre corpulento y barbado, que
camina entre las aguas apoyándose en un bastón, mientras carga con el Niño
Jesús sobre sus hombros. Cristóbal era un gigante cananeo, de nombre Réprobo,
que se dedicaba a transportar a los pobres y necesitados de una orilla a otra
de un río. Debido a su enorme estatura, no tenía problemas en vadear el río sin
mojarse la ropa y así pasaba sanos y salvos a todos aquellos que solicitaban
sus servicios. Un buen día, un niño pequeño le pidió que le llevara pero
durante el trayecto se fue haciendo tan pesado que al gigante le parecía estar
cargando con el mundo entero. Entonces se volvió a mirarle y el niño se reveló
como Jesucristo. El bastón germinó milagrosamente y desde ese momento el
gigante se convirtió al cristianismo, pasando a llamarse Cristóbal o Cristóforo,
es decir, «portador de Cristo». La imagen de San Cristóbal está presente en la
mayoría de las catedrales e iglesias de peregrinación, como protector de los
viajeros y transportistas, y por eso seguramente se le ha incluido en la
vidriera de York.
Por último, en el extremo izquierdo está la
figura de San Lorenzo, vestido con una dalmática y sosteniendo en las manos su símbolo
más característico, una parrilla que hace referencia a su martirio. De origen
español, fue llamado a Roma para ser uno de los siete diáconos del Papa Sixto
II. Entre sus funciones estaba la de atender a los pobres y por eso se enfrentó
al prefecto Cornelio Secolare, que pretendía apropiarse de los bienes de la
Iglesia. Lorenzo se presentó ante el prefecto acompañado de los pobres, a los
que definió como el «tesoro de la Iglesia», y exigió que aquellas riquezas se repartieran
entre los más necesitados. Por esta causa fue arrestado y martirizado sobre una
parrilla ardiente; según una tradición recogida en la Leyenda Dorada, en mitad del tormento se dirigió al emperador
Valeriano para decirle: «De este lado ya estoy asado; dame la vuelta y cómeme».
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