El Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
tiene programada en estos meses una interesante exposición sobre las relaciones
entre cultura y política durante el Primer Franquismo. Bajo el título Campo cerrado: Arte y poder en la posguerra
española (1939-1953), se analiza con detalle el papel de las diversas
formas de expresión artística como forma de propaganda política y vehículo de
transmisión de los valores establecidos por la dictadura de Francisco Franco.
Una de las piezas centrales de la exposición es este lienzo de 95 x 141 cm, que
fue pintado por Salvador Dalí en 1939. Su sugerente título enlaza por un lado
con las obsesiones particulares del artista de Figueras, y por otro, con el
contexto histórico de la época en que fue realizado.
Para Dalí, Adolf Hitler se convirtió en un
motivo artístico recurrente que aglutinaba los principales ideales del
Surrealismo. En primer lugar, constituía una perfecta personificación de
Maldoror, un arcángel del mal que lucha bajo diferentes formas contra Dios,
según se narraba en la obra poética Los
Cantos de Maldoror, escrita en 1869 por el Conde de Lautréamont, y
difundida en el contexto de las vanguardias históricas por André Breton. En
segundo lugar, Hitler dotó al nazismo alemán de una grandilocuencia y una
iconografía visual, cuya potencia subyugó a Dalí hasta extremos insospechados. Años
más tarde, en sus Confesiones
inconfesables (1973) el pintor llegó a afirmar lo siguiente:
«Yo estaba fascinado
por la espalda blanda y rolliza de Hitler, siempre tan bien fajada dentro de su
uniforme. Cada vez que empezaba a pintar la correa de cuero que, partiendo de
su cintura, pasaba al hombro opuesto, la blandura de aquella carne hitleriana,
comprimida bajo la guerrera militar, suscitaba en mí tal estado de éxtasis
gustativo, lechoso, nutritivo y wagneriano que hacía palpitar violentamente mi
corazón, emoción tan rara en mí que ni siquiera me ocurría haciendo el amor...
Además, yo consideraba a Hitler como un masoquista integral, poseído por la
idea fija de desencadenar una guerra para perderla luego heroicamente.»
Dalí fue más allá de la mera obsesión y
solicitó al grupo surrealista una sesión extraordinaria para discutir sobre «la
mística hitleriana desde un punto de vista de lo irracional nietzscheano y
anticatólico». Esto traspasó los límites de lo aceptable y provocó la repulsa
del resto de los surrealistas, que decidieron excluir a Dalí del grupo. Lo
cierto es que, a lo largo de su vida, el artista siempre mantuvo una posición
política extraordinariamente ambigua, así como una dudosa moralidad que le
granjeó fuertes críticas por parte de muchos compañeros de profesión.
Con un tono tétrico y desasosegante, El enigma de Hitler representa un
paisaje místico plagado de elementos simbólicos. En primer plano se destaca un
teléfono roto y un paraguas, colgados de la rama de un árbol recién podada. De
un extremo del teléfono gotea una lágrima a punto de caer sobre un plato en el
que hay unas pocas judías, un murciélago y una foto-carnet del dictador alemán.
La rama es un símbolo de la vida que acaba de ser cercenada, mientras que el
teléfono roto con el cable cortado alude a las numerosas pero infructuosas
conversaciones de paz mantenidas durante el período de entreguerras. Más
concretamente, el paraguas hace referencia al político inglés Neville Chamberlain
y sus intentos fallidos de negociación con Hitler, sobre todo en relación a la
invasión de Austria y Checoslovaquia en 1938 y 1939 respectivamente. Constituyen,
por tanto, una funesta premonición de la Segunda Guerra Mundial, que está a
punto de estallar. Para mayor abundamiento, el auricular destruido del teléfono
se asemeja a las pinzas de una langosta, lo que supone una sutil alegoría del
dolor, típica del surrealismo, enfatizada a su vez por la lágrima que brota del
otro auricular. En la mente de Dalí, sin embargo, no es difícil que esta
lágrima se asimile a la última gota de esperma de un pene gigantesco, en otras
palabras, la última gota de vida a punto de derramarse y extinguirse.
La foto de Hitler es desde luego una acusación
directa que le señala como el máximo responsable de la tragedia, y las escasas
judías del plato vaticinan la hambruna que se extenderá por Europa como
consecuencia de la contienda. Otros símbolos interesantes son los murciélagos, uno
colgado del medio de la rama y otro en el borde del plato, los cuales forman
parte de la peculiar colección de terrores que afectaban a Dalí desde niño.
También la mujer de negro escondida detrás del paraguas, que sujeta en la mano un
trapo hecho jirones, como una figuración de la humanidad desgraciada, alienada
y enfrentada a sus propios despojos. El horizonte, finalmente, muestra un
paisaje costero en el que se distingue un pequeño grupo de personas metido en
el agua, probablemente ajenos al horror que se avecina. La silueta de un perro
negro que les vigila desde el extremo izquierdo, añade una última nota de inquietud
a la escena, como el cancerbero que guarda la puerta del infierno.
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