Se antoja adecuado hoy, que celebramos la víspera
del Día de Difuntos (Halloween en el mundo anglosajón), dedicar unas líneas a
esta obra poco conocida de J. M. W. Turner, uno de mis artistas favoritos. Se
trata de un óleo sobre lienzo de 59 x 75 cm, que se conserva en la Tate Gallery
de Londres, museo que, por otra parte, atesora la mayor colección de cuadros de
este pintor romántico nacido en dicha ciudad en 1775.
Turner fue un artista bastante controvertido en su
momento, no solo por su propia personalidad sino sobre todo por lo avanzado de
su estilo. Sus comienzos fueron más convencionales, pues entró en la Royal
Academy of Art a los 15 años como protegido de Joshua Reynolds, y se
especializó en el género del paisaje dominando tanto el óleo como la acuarela. Nombrado
académico a los 23 años, fue pronto admirado como el más grande artista
británico del primer tercio del siglo XIX. Esto le granjeó una enorme independencia
económica y estilística, lo cual le permitió ensayar soluciones formales cada
vez más vanguardistas, anticipando en muchos aspectos el impresionismo y la
abstracción, que llegarían muchas décadas más tarde.
La muerte sobre un caballo pálido está fechada entre 1825 y 1830, en la etapa de
plena madurez de Turner, y despliega algunas de sus características técnicas y
estilísticas más importantes. Representa a un esqueleto tumbado, que es una alegoría
de la muerte, sobre un corcel blanco que apenas se vislumbra entre una espesa
niebla. La composición está descuadrada y en ese sentido se aleja de los
cánones clásicos: las dos figuras se sitúan en la parte superior, hacia la
esquina izquierda, mientras que el resto del cuadro parece vacío, lo que genera
una división en dos áreas bien diferenciadas. Esta descompensación genera una inestabilidad
y tensión muy adecuadas para el tema que se trata, inspirado en los Cuatro
Jinetes del Apocalipsis de San Juan. A diferencia de otras versiones del
mismo tema, la figura de la muerte no aparece triunfante, sino más bien
desparramada y abandonada sobre el caballo. Esto provoca que la calavera de la
muerte se convierta en el punto focal del cuadro. Las demás líneas se intuyen
en movimientos multidireccionales. La espina dorsal del esqueleto hace un
efecto centrípeto hacia la calavera mientras que su brazo extendido se aleja
hacia fuera y la cabeza del caballo huye en una diagonal ascendente.
En cuanto a la técnica, la pincelada es suelta y vaporosa
con la intención de crear un ambiente de luz difuso y desmaterializado. La
iluminación está fuertemente contrastada, con el objetivo de reforzar la
distinción entre las dos zonas del cuadro. En la parte superior, donde se
amontona el elemento figurativo, predominan los colores ocres y grises, con
tonalidades rojizas y verdosas. Por el contrario, en la parte inferior vacía hay
grandes manchas de luz clara que sugieren una atmósfera asfixiada por una densa
niebla o vapor de agua que lo difumina todo. Esta diferenciación lumínica
también resulta simbólica: la oscuridad de la muerte, que en realidad parece un
espectro inanimado, emerge del fuego del infierno y se cierne sobre la luz, amenazando
con extinguirla y ocultar así cualquier rasgo de vida. La obra es de una gran
complejidad técnica y fue continuamente revisada por el artista, que se lo dedicó
a su padre fallecido en 1829.
No hay comentarios:
Publicar un comentario